diciembre 06, 2005

EGOÍSMO Y TOLERANCIA EN RAWLS

Christian Viera A.
Abogado.Profesor Derecho UVM
06/12/2005

Enfrentar esta premisa supone, necesariamente, examinar la postura de Rawls comparándola con la visión del utilitarismo clásico.
Una precisión terminológica. Rawls reconoce que “puede pensarse que la justicia como imparcialidad es una teoría egoísta” (1), sin embargo, más bien postula que las personas en la posición original no tienen interés en los intereses de los demás, son mutuamente desinteresadas (2); no habla de egoísmo, sin perjuicio que, a partir del desinterés, podamos señalar el eventual egoísmo antropológico que subyace en la teoría rawlsiana y la indiferencia frente a la benevolencia como criterio para conquistar la justicia (que señala el utilitarismo clásico).
A propósito del utilitarismo clásico, esta corriente postula que lo importante es el tamaño global de la suma de la utilidad; entre las posibilidades hay que elegir aquella en que el resultado de la suma aritmética arroja mayor número de personas, independiente de la distribución que se haga de la suma: a grosso modo, la mayor felicidad para el mayor número de personas. Esta vertiente admite la posibilidad del sacrificio de una minoría, por lo tanto, supone de parte de los cocontratantes un absoluto altruismo, pues se está de acuerdo con esa suposición (sacrificio de una minoría).
¿Puede ser el utilitarismo un criterio de coordinación social? Desde la perspectiva personal, claramente es posible soportar privaciones para obtener un logro moral, sin embargo, ¿puede la sociedad hacer lo mismo, que algunas partes sufran para que el todo mejore? ¿es posible un hedonismo ético universalista?, lo anterior, porque los postulados de esta corriente son realizados para todos, por lo que hay que explicar en qué se fundamenta ese paso.
La respuesta utilitaria es que el altruismo moral se justifica a través del sentimiento de simpatía, debiendo educarse a las personas en la simpatía hacia los demás. Recoge Rawls, en todo caso, la opinión de Hume que la simpatía no es un sentimiento muy fuerte, sin embargo, por débil que sea la simpatía, constituye una base común para hacer que nuestras opiniones morales lleguen a acuerdo. En esta perspectiva se concibe a las partes como “altruistas perfectos… como personas cuyos deseos se adecuan a las aprobaciones y desaprobaciones de tal observador (un observador imparcial simpático como patrón de justicia)” (3); la doctrina clásica es la del altruismo perfecto(4).
La crítica que se hace a esta perspectiva, sin perjuicio de su belleza, apunta a que el altruismo se da en pequeños grupos sociales, v.g. la familia. Mas, esto no es racional, pues si todos fuésemos altruistas, se da la paradoja que el altruismo (o la benevolencia) es una noción de segundo orden, ya que el primer orden son las aspiraciones del otro y, si el principal propósito de cada uno es que al otro le vaya bien, ¿qué pasa?… No pasa nada, nada ha sido resuelto así; no hay nada que decidir, puesto que para que exista un problema de justicia es necesario que, al menos, dos personas quieran hacer algo distinto (que haya conflicto) de lo que quiren hacer las demás.
En cuanto a la teoría propuesta por Rawls, las personas en posición original no tienen interés en los intereses de los demás; se caracterizan como mutuamente desinteresadas. Es más, la motivación de las partes en la posición original “no determina directamente la motivación de la gente en una sociedad justa, ya que en este último caso suponemos que sus miembros viven y crecen bajo una estructura básica justa… el desinterés mutuo de las partes determina sólo de manera indirecta las otras motivaciones, es decir, las determina a través de sus efectos, sobre el acuerdo en torno a los principios”.(5)
Rawls señala que, en la posición original, las partes como tienen un desinterés mutuo más que simpatía y, puesto que ignoran acerca de sus dones naturales y/o posición social, se ven obligadas a considerar sus acuerdos de una manera general, lo que conduce a los dos principios de justicia y esto porque, a diferencia de los postulados del utilitarismo, para que exista un problema de justicia es necesario el conflicto, que haya intereses contrapuestos y la justicia como imparcialidad representa este conflicto mediante el supuesto desinterés mutuo en la posición original (6).
En la teoría rawlsina lo que se evalúa no son los motivos sino el contenido normativo de la acción y en esto se aparta de Kant, puesto que la acción vale si se hace conforme al deber, incluyendo el hecho que se haya realizado autointeresadamente. Sin embargo, “el supuesto del desinterés mutuo de las partes no impide una interpretación razonable de la benevolencia y del amor a la humanidad dentro del marco de la justicia como imparcialidad. El hecho que comencemos suponiendo el desinterés mutuo de las partes y sus conflictos entre deseos de primer orden, nos permite de todos modos construir una explicación general. Porque una vez que se cuenta con los principios de lo justo y la justicia, pueden ser usados para definir las virtudes morales exactamente como cualquier teoría”(7).
En cuanto al principio de la tolerancia, hay una afirmación de la cual se hace cargo Rawls: Dios debe ser obedecido y la verdad ha de ser aceptada por todos. Efectivamente Rawls señala que la opinión sostenida por el intolerante, Dios debe ser obedecido y la verdad ha de ser aceptada por todos, cumple con la restricción formal del concepto de lo justo, la generalidad. Este principio es general porque se formula sin el uso de palabras que intuitivamente podrían ser reconocidas como nombres propios o descrpciones definidas; para entender este principio, no es necesario un conocimiento de particularidades contingentes ni tampoco referencias individuales y debe estar abierto, en cuanto a su conocimiento, a individuos de cualquier generación (8).
No bstante, a pesar de ser un principio general y que cumple uno de los requisitos de restricción formal al concepto de lo justo, Rawls se distancia de esa afirmación en base a las ideas de igual libertad de conciencia y la tolerancia.
Los principios de justicia deducidos en posición original son una garantía para el ejercicio y reconocimiento de las libertades. En posición original, en materia de libertad de conciencia, los cocontrantes tienden a escoger principios que aseguren la libertad religiosa (a pesar de la incertidumbre sobre sus propias convicciones, el contenido de ellas o si forman parte de los grupos mayoritarios o minoritarios). La libertad de conciencia, por tanto, asoma como un principio que garantiza la libertad religiosa, puesto que puestas las partes en el evento de arriesgar su convicción religiosa (creencias que dominan vitalemnte a cualquier individuo), las posiciones dominantes pueden perseguir a las minoritarias e incluso suprimirlas(9).
Es mas, tratándose del principio de la libertad de conciencia, Rawls asume una posición paternalista con lo cual, se distancia un tanto de la familia liberal, puesto que, sostiene, que “el paternalismo ha de guiar las decisiones tomadas en nombre de otros. Necesitamos escoger por otros teniendo una razón para creer que así escogerían ellos mismos si tuviesen uso de razón y pudiesen decidir racionalmente… por eso el padre sería irresponsable si no garantizase los derechos de sus descendientes adoptando el principio de la igualdad de la libertad…” (10).
¿Por qué la tolerancia? La tolerancia se deriva del principio de igualdad de la libertad y el Estado no puede favorecer ninguna religión en particular (se rechaza el Estado confesional). Las razones, han sido descritas supra, pues se trata de un principio elegido en posición original y en resguardo de las creencias personales, incluso de las minorías.
Sin perjuicio de lo anterior, es necesario considerar que la libertad de conciencia no debe ser entendida de manera absoluta, toda vez que tiene límites, el interés común y la seguridad pública, porque representa un acuerdo para limitar la libertad sólo a condición de que haya una referencia a un conocimiento y entendimiento común del mundo (11).
En todo caso, esta limitación no dice relación con que los intereses públicos sean superiores a los religiosos, sino más bien apuntan a establecer mínimos, puesto que la absolutización de la libertad de conciencia puede ir en perjuicio del mismo derecho que se está tratando de proteger (no olvidemos los límites a la autonomía de la voluntad “estado de necesidad”, “ejercicio de un derecho” y “abuso de derecho”.
¿Cómo enfrenta Rawls ese principio general? Rawls señala, expresamente que “desde el punto de vista de la posición original no puede reconocerse ninguna interpretación particular de la verdad religiosa que obligue a los ciudadanos en general; como tampoco puede acordarse de que haya una autoridad con derecho a resolver problemas de doctrina teológica. Cada persona debe reclamar un derecho igual a decidir sus obligaciones religiosas…” (12). ¿Por qué?
Porque los únicos principios que son permitidos para demandar a las instituciones sociales son los elegidos en la posición original y el principio de la obediencia a Dios, claramente no ha sido elegido en posición original. Por lo tanto, por más que se empeñe el intolerante en absolutizar sus creencia, este principio no tendrá cabida como principio de justicia; sí respetado, con las naturales limitaciones que apuntan a la paz social.
Por qué la tolerancia se elije en posición original, porque, como se ha dicho anteriormente, sabemos que los seres humanos tienen convicciones religiosas en posición original bajo velo de ignorancia, aunque ignoramos cuáles. Para garantizar que todas las convicciones serán respetadas, el principio de la tolerancia es básico, ya que protege a las minorías que pueden verse desfavorecidas por la imposición de las creencias mayoritarias (y en esa posición puedo estar yo; es un principio al que adhiero a partir de mi autointerés).
Sólo quisiera detenerme un minuto más en la consagración constitucional de la libertad de conciencia. Dice Rawls que cuando la Constitución es segura, no hay razón para negar la libertad a los intolerantes y ésta lo es cuando, por ejemplo, produciéndose cierta tendencia a la injusticia, otras fuerzas aparecen y entran en juego para conservar la justicia de toda la organización. La libertad del intolerante sólo ha de limitarse en casos especiales, cuando se hace necesario para conservar la igual libertad misma (13).
Por lo tanto, “el principio fundamental es establecer una Constitución justa con las libertades de igual ciudadanía. Lo justo debe guiarse por los principios de la justicia, y no por el hecho de que el injusto no puede quejarse” (14).


(1) RAWLS, J, Teoría de la Justicia, FCE, México 1997, p. 145.
(2) Cf. Ibid, pp. 145 y 1984
(3) Ibid. p. 181.
(4) Cf. Ibid. p. 181.
(5) Cf, ibid, p. 145.
(6)Cf, ibid, p. 182.
(7) Ibid, p. 184.
(8) Cf. Ibid. p.131.
(9) Cf. Ibid, ps. 196-197.
(10) Ibid. p. 195.
(11) Cf. Ibid, ps. 202-204.
(12) Ibid. p. 207.
(13) Cf. Ibid. ps. 208-209.
(14) Ibid, p. 209.

septiembre 05, 2005

El nuevo artículo 8º de la Constitución: Probidad, transparencia y democracia

Christian Viera
Abogado. Profesor Escuela de Derecho UVM
05/09/2005

El día 18 de agosto del presente año, el Presidente del Senado comunicó al Presidente de la República el texto final de las reformas constitucionales, con la finalidad que sean promulgadas y publicadas, para que formen parte de la remozada Constitución Política del Estado.

Las reformas constituyen un avance significativo en la profundización de nuestro sistema democrático, destacando, entre otras, las relativas a la composición del Senado, a la integración y facultades del Tribunal Constitucional, a las FF.AA y de Orden y Seguridad y al Consejo de Seguridad Nacional.

Quisiera detenerme en el nuevo artículo 8° que se incorpora a la Carta Fundamental en el Capítulo I “Bases de la Institucionalidad”. Este artículo consagra el principio de probidad y transparencia de los actos de la Administración (recordemos que el primitivo fue derogado por las reformas constitucionales de 1989, puesto que era una disposición que amenazaba seriamente la libertad de conciencia y de expresión).

Dice el inciso primero del nuevo artículo 8° que “el ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”. Mientras el inciso segundo agrega que “son públicos los actos y resoluciones de los órganos del Estado, así como sus fundamentos y los procedimientos que utilicen. Sin embargo, sólo una ley de quórum calificado podrá establecer la reserva o secreto de aquéllos o de éstos, cuando la publicidad afectare el debido cumplimiento de las funciones de dichos órganos, los derechos de las personas, la seguridad de la Nación o el interés nacional”.

Esta norma establece que los principios referidos son esenciales para la República. Sin embargo, no basta con una reforma constitucional. Para mejorar los niveles de transparencia y publicidad de los actos de la Administración es necesario que esos principios se traduzcan en efectivos cambios a la actual legislación en materia de probidad, como asimismo un cambio cultural de parte de aquellos que sirven a los ciudadanos en la Administración Pública.

Para desarrollar esta última idea, abordaré lo que ha significado la implementación práctica de la llamada “Ley de Probidad”, que apuntó precisamente a eso, mejorar la probidad y consagrar la publicidad, como medida preventiva de actos de corrupción.

El tema es de discusión reciente en el país, sin embargo, ha habido serios intentos para transparentar la información que maneja el Estado. Así en el marco de la legislación incorporada a nuestro ordenamiento en vistas de la probidad pública, la Ley 19.653, llamada “Ley de probidad” introdujo importantes modificaciones en la Ley sobre Bases Generales de la Administración del Estado, que en lo medular señalan que:
•los funcionarios de la Administración del Estado deberán observar el principio de probidad administrativa;
•la función pública se ejercerá con transparencia, de manera que permita y promueva el conocimiento de los procedimientos, contenidos y fundamentos de las decisiones que se adopten en ejercicio de ella.
•son públicos los actos administrativos de los órganos de la Administración del Estado y los documentos que les sirvan de sustento o complemento directo y esencial.
•las únicas causales en cuya virtud se podrá denegar la entrega de los documentos o antecedentes requeridos son la reserva o secreto establecidos en disposiciones legales o reglamentarias; el que la publicidad impida o entorpezca el debido cumplimiento de las funciones del órgano requerido; el que la publicidad afecte la seguridad de la Nación o el interés nacional o que afecte a terceros que han reclamado.
Uno o más reglamentos establecerán los casos de secreto o reserva de la documentación y antecedentes.

No obstante esta importante modificación legal, persisten deficiencias en el acceso a la información pública, como lo demuestran recientes estudios.

La Open Society Justice Iniciative y la Corporación Participa en estudio publicado en mayo de 2005, constatan preocupantes indicadores en lo relativo a cómo se da en la práctica el acceso a la información pública. Las conclusiones del estudio son categóricas para señalar que sólo en el 17% de los casos examinados por el estudio se accedió a la información solicitada por las personas que participaban del estudio; en el 69% de los casos analizados no se obtuvo respuesta. Chile está en el último lugar de los 10 países evaluados (1).

Por otra parte, el Informe Final del Comité de Expertos del Mecanismo de seguimiento de la implementación de la Convención Interamericana contra la corrupción (MESICIC) respecto de Chile, reconoce que en nuestro país existen mecanismos legales para el acceso a la información, entre los que destaca la Ley 19.653, de Probidad Administrativa. No obstante, toma nota de la amplitud de las normas que regulan la publicidad, ya que dejan abierta la posibilidad para que a través de reglamentos se pueda desvirtuar o limitar un derecho que ha sido consagrado legalmente (la publicidad de los actos). Es más, en las recomendaciones finales se señalan tres puntos que deben ser reforzados: ampliar las materias de la Administración sobre las que la ciudadanía tiene derecho a ser informada; fortalecer la garantía del acceso a la información, en orden a que no puede ser denegado este derecho sino por causas legales; por último, gran importancia tienen la implementación de programas de capacitación al personal, pues esto implica no sólo un cambio legislativo sino que un cambio cultural enorme (2).

El derecho a la información, de un tiempo a esta parte ha sido elevado a la altura de un derecho inherente a la persona. Hay algunos que estiman que este derecho encuentra su raíz en la Declaración Universal del Derechos Humanos de 1948, pues el artículo 19 establece la conexión entre la libertad de información y la libertad de expresión. Dice el referido artículo que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”. Esta misma idea se refrenda en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, artículo 19 nº 2 y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969, en el artículo 13.

Esta modificación constitucional es importante, al hacer de este derecho a la información un elemento cotidiano de la vida social, el riesgo de corrupción y arbitrariedad disminuye, puesto que los órganos del Estado estarán siempre expuestos a dar cuenta de sus actos; al mismo tiempo se promueve la participación de los ciudadanos en la vida política (en el sentido de pública), por cuanto ejercen un eficaz control respecto de las organizaciones públicas. La transparencia de las decisiones públicas y el control ciudadano lo que hacen es profundizar el sistema democrático, ya que entregan a los ciudadanos medios eficaces para convertirse en actores sociales. La democracia no sólo se constituye por el acto del sufragio, sino por la participación ciudadana en la res política.

En síntesis, la apertura de la información se traduce en menos corrupción, mejor gobierno, buen uso de los recursos públicos, mayor involucramiento de los ciudadanos con los asuntos públicos, procesos de toma de decisiones (públicas y privadas) de mejor calidad (en tanto se permite contar con mayores antecedentes para discernir), servicios al ciudadano más útiles para su vida diaria y procedimientos burocráticos-administrativos más expeditos y cercanos a los usuarios.

Con todo, es necesario señalar que si no existen los mecanismos legales eficaces que actualicen la voluntad del constituyente, su propósito esencial corre el serio peligro de transformarse en una norma meramente programática. Ya la Contraloría General de la República ha hecho ver las deficiencias de la actual legislación (dictamen 049883), puesto que algunas resoluciones de reparticiones públicas han hecho del secreto una práctica generalizada, con lo cual se estaría vulnerando el principio de publicidad, que es la regla general respecto de la Administración del Estado.

El nuevo artículo 8 debe encarnarse en una transformación legal y cultural; se hace necesario establecer expresamente y por medio de una ley cuáles son las causales que autorizan el secreto de determinadas resoluciones y no entregar a los reglamentos (que son de jerarquía inferior a la ley) este cometido.

Desde la perspectiva de la sociedad, el anhelo constitucional no se materializará si no hay un cambio cultural significativo, en orden a que los funcionarios de la Administración asuman que están para el servicio de los ciudadanos y del Estado. Por ello -como todos los informes lo indican- es necesario realizar una seria capacitación de los funcionarios de la Administración con la finalidad que interioricen esta significativa reforma.

Si a esta importante reforma no se le otorgan medios para su eficaz implementación (mejorar la legislación existente y capacitar a los ciudadanos que sirven al país desde la Administración del Estado) constituirá un mero propósito o declaración de principios.


(1) Puede verse el estudio en www.participa.cl
(2) Cf. Informe Final del Comité de Expertos del Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención Interamericana contra la Corrupción (MESICIC), pp. 24-25 y 38.

junio 18, 2005

PAZ SOCIAL Y JUSTICIA

Christian Viera
Abogado. Profesor Escuela de Derecho UVM
18/06/2005

Max Weber sentenció: "Los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública, se han retirado sea al misticismo fuera del mundo, o a las relaciones inmediatas entre los individuos”.

En el discurso que pronunció el pasado 21 de mayo, ante el Congreso Nacional, el Presidente Ricardo Lagos afirmó: “Nuestra visión del progreso de Chile nos dice que debemos ir paso a paso, nuestra visión privilegia la solidez de los cambios por sobre el apresuramiento, nuestra visión busca los acuerdos con sensatez y no impone decisiones a la fuerza. Una visión que no sacrifica la paz social en nombre de la justicia; pero que tampoco renuncia a la justicia en nombre de un orden establecido que favorece a una minoría...”.

En un contexto político diferente, pero también citando el valor de la justicia, el ex Presidente Patricio Aylwin dijo: “cuando asumí la Presidencia, mi compromiso fue esclarecer la verdad sin limitaciones y buscar la justicia en la medida de lo posible; y uno pensaba que lo posible iba a ser mucho menos de lo que ha logrado ser".

¿Qué tienen en común ambas afirmaciones?
Las dos hacen referencia a la justicia, reconociéndola como un valor, pero, al mismo tiempo, la relativizan en función de otros valores. El Presidente Lagos subordina la justicia a la paz social; sin referirlo expresamente, aventuro que también el ex Presidente Aylwin subordina el valor de la justicia a la pacífica convivencia del Estado.

En este pequeño escrito daremos cuenta acerca de la dialéctica histórica que ha tenido el tema de la justicia, tanto desde una perspectiva clásica, como también moderna, para finalizar con una invitación a continuar la reflexión acerca del valor de la justicia en una sociedad democrática constitucional, cuestión que será expuesta en la segunda parte de esta reseña.

Tiempo ha pasado desde que la justicia era considerada una virtud, y entre ellas la más excelsa. Demócrito, Platón, Aristóteles y Cicerón hablaron acerca de la justicia. Conocida es la afirmación de Demócrito, que Sócrates hace suya, en cuanto a que es mejor padecer una injusticia que cometerla.

Para Platón (quien habla por Sócrates), la ley de la Polis posee supremacía frente a las consecuencias que su aplicación pudiere traer para los ciudadanos. Por ello, era mejor padecer la injusticia que cometerla. Ello porque esa ley “externa” establecida se supone que trabaja en armonía con la ley interna orientada a lo justo que preside el accionar de cada individuo. Entre la justicia de la polis (ideal) y la justicia individual hay nexos que tienen que respetarse para que esa armonía entre el todo y la parte se produzca.

La ley y el derecho, por tanto, no actúan movidos por meras convenciones contingentes sino por su adecuación a un modelo racional ideal y trascendente accesible de aquello definido como justo.

Aristóteles, por su parte, distingue lo justo y lo injusto como también una justicia por naturaleza y otra meramente convencional; esta última distinción, es rechazada, puesto que el filósofo inmanentiza la noción de naturaleza y la hace jugar su rol al interior mismo de la Polis. Ella tiene en sí misma su logos, su principio, y a él tienen que acordar su conducta tanto los que pueden ser ciudadanos, como los administradores del poder.

Lo justo nuevamente tiene que ver con lo debido a alguien como suyo, pero una “suidad” debida a la indicación de la ley como norma vigente.

Desde la perspectiva escolástica, Santo Tomás radicaliza el tema de la justicia; en una sociedad teocrática, por supuesto que los teólogos mucho tienen que decir, por ello el aquinate no ahorró esfuerzos en definir y postular acerca de diferentes tópicos vitales (su magna obra, la Suma de Teología es una elocuente muestra de ese propósito). Específicamente sobre la justicia, no sólo la definió (la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho) sino que además señaló que el derecho es el objeto de la justicia, es decir, su contenido, por lo que el derecho no puede sino ser lo justo.

En los albores de la modernidad, Maquiavelo provoca un quiebre con la tradición escolástica y postula que el objeto perseguido por los gobernantes es la conservación y mantención del poder y que los medios siempre serán considerados justos y alabados. Con esta tesis, el autor señala que por sobre valores metafísicos prima siempre, para el gobernante, la razón de Estado; es el propósito del gobierno lo que debe animar al Príncipe en su desempeño.

De ahí en adelante, la tesis maquiavélica ha sido confirmada por los hechos. No olvidemos incluso que, entre los ideales que movieron a la Revolución Francesa, no estaba la Justicia, ya que el trinomio valórico lo componían la Libertad, Igualdad y Fraternidad.

A pesar de lo breve de nuestras reflexiones, es necesario señalar que no puede ser inocuo que el valor de la Justicia se relativice tan radicalmente en función de intereses de Gobierno. Difícil es, en todo caso, fundar razonablemente una obligación deontológica, ya que no es tiempo de universales, no es el tiempo de definiciones rígidas y estáticas; es más, es el triunfo del orden espontáneo (catalaxia) en palabras de Hayek, la victoria de la ausencia de la justicia social o distributiva… la razón ha quedado limitada a la comprensión y descripción de conductas, pero sin facultad para dictar algo, a menos que lo sea con carácter relativo. Kelsen resume muy adecuadamente el objeto de esta reseña “Si tomamos la paz social como fin último, y sólo entonces, la solución del compromiso puede ser justa, pero la justicia de la paz es una justicia únicamente relativa y no absoluta”.

Sin embargo, entre las posiciones infalibles y dogmáticas y un relativismo extremo, hay una franja intermedia que, desde la reivindicación de una reflexión critica y una discusión racional compartida, se hacen cargo de manera no absolutista del debate en torno al ideario de la justicia en las sociedades contemporáneas. Esas reflexiones formarán parte de la segunda parte de esta reseña, la cual tendrá como eje la emergencia del mundo moderno y el rol del derecho frente a los holocaustos humanos del siglo que ha terminado, principalmente la deshumanización moderna y la violación de los derechos humanos.

junio 15, 2005

La Dialéctica entre la paz social y la justicia

Christian Viera
Abogado. Profesor Escuela de Derecho UVM
15/06/2005

Max Weber sentenció: "Los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública, se han retirado sea al misticismo fuera del mundo, o a las relaciones inmediatas entre los individuos”.

En el discurso que pronunció el pasado 21 de mayo, ante el Congreso Nacional, el Presidente Ricardo Lagos afirmó: “Nuestra visión del progreso de Chile nos dice que debemos ir paso a paso, nuestra visión privilegia la solidez de los cambios por sobre el apresuramiento, nuestra visión busca los acuerdos con sensatez y no impone decisiones a la fuerza. Una visión que no sacrifica la paz social en nombre de la justicia; pero que tampoco renuncia a la justicia en nombre de un orden establecido que favorece a una minoría...”.

En un contexto político diferente, pero también citando el valor de la justicia, el ex Presidente Patricio Aylwin dijo: “cuando asumí la Presidencia, mi compromiso fue esclarecer la verdad sin limitaciones y buscar la justicia en la medida de lo posible; y uno pensaba que lo posible iba a ser mucho menos de lo que ha logrado ser".

¿Qué tienen en común ambas afirmaciones?
Las dos hacen referencia a la justicia, reconociéndola como un valor, pero, al mismo tiempo, la relativizan en función de otros valores. El Presidente Lagos subordina la justicia a la paz social; sin referirlo expresamente, aventuro que también el ex Presidente Aylwin subordina el valor de la justicia a la pacífica convivencia del Estado.

En este pequeño escrito daremos cuenta acerca de la dialéctica histórica que ha tenido el tema de la justicia, tanto desde una perspectiva clásica, como también moderna, para finalizar con una invitación a continuar la reflexión acerca del valor de la justicia en una sociedad democrática constitucional, cuestión que será expuesta en la segunda parte de esta reseña.

Tiempo ha pasado desde que la justicia era considerada una virtud, y entre ellas la más excelsa. Demócrito, Platón, Aristóteles y Cicerón hablaron acerca de la justicia. Conocida es la afirmación de Demócrito, que Sócrates hace suya, en cuanto a que es mejor padecer una injusticia que cometerla.

Para Platón (quien habla por Sócrates), la ley de la Polis posee supremacía frente a las consecuencias que su aplicación pudiere traer para los ciudadanos. Por ello, era mejor padecer la injusticia que cometerla. Ello porque esa ley “externa” establecida se supone que trabaja en armonía con la ley interna orientada a lo justo que preside el accionar de cada individuo. Entre la justicia de la polis (ideal) y la justicia individual hay nexos que tienen que respetarse para que esa armonía entre el todo y la parte se produzca.

La ley y el derecho, por tanto, no actúan movidos por meras convenciones contingentes sino por su adecuación a un modelo racional ideal y trascendente accesible de aquello definido como justo.

Aristóteles, por su parte, distingue lo justo y lo injusto como también una justicia por naturaleza y otra meramente convencional; esta última distinción, es rechazada, puesto que el filósofo inmanentiza la noción de naturaleza y la hace jugar su rol al interior mismo de la Polis. Ella tiene en sí misma su logos, su principio, y a él tienen que acordar su conducta tanto los que pueden ser ciudadanos, como los administradores del poder.

Lo justo nuevamente tiene que ver con lo debido a alguien como suyo, pero una “suidad” debida a la indicación de la ley como norma vigente.

Desde la perspectiva escolástica, Santo Tomás radicaliza el tema de la justicia; en una sociedad teocrática, por supuesto que los teólogos mucho tienen que decir, por ello el aquinate no ahorró esfuerzos en definir y postular acerca de diferentes tópicos vitales (su magna obra, la Suma de Teología es una elocuente muestra de ese propósito). Específicamente sobre la justicia, no sólo la definió (la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho) sino que además señaló que el derecho es el objeto de la justicia, es decir, su contenido, por lo que el derecho no puede sino ser lo justo.

En los albores de la modernidad, Maquiavelo provoca un quiebre con la tradición escolástica y postula que el objeto perseguido por los gobernantes es la conservación y mantención del poder y que los medios siempre serán considerados justos y alabados. Con esta tesis, el autor señala que por sobre valores metafísicos prima siempre, para el gobernante, la razón de Estado; es el propósito del gobierno lo que debe animar al Príncipe en su desempeño.

De ahí en adelante, la tesis maquiavélica ha sido confirmada por los hechos. No olvidemos incluso que, entre los ideales que movieron a la Revolución Francesa, no estaba la Justicia, ya que el trinomio valórico lo componían la Libertad, Igualdad y Fraternidad.

A pesar de lo breve de nuestras reflexiones, es necesario señalar que no puede ser inocuo que el valor de la Justicia se relativice tan radicalmente en función de intereses de Gobierno. Difícil es, en todo caso, fundar razonablemente una obligación deontológica, ya que no es tiempo de universales, no es el tiempo de definiciones rígidas y estáticas; es más, es el triunfo del orden espontáneo (catalaxia) en palabras de Hayek, la victoria de la ausencia de la justicia social o distributiva… la razón ha quedado limitada a la comprensión y descripción de conductas, pero sin facultad para dictar algo, a menos que lo sea con carácter relativo. Kelsen resume muy adecuadamente el objeto de esta reseña “Si tomamos la paz social como fin último, y sólo entonces, la solución del compromiso puede ser justa, pero la justicia de la paz es una justicia únicamente relativa y no absoluta”.

Sin embargo, entre las posiciones infalibles y dogmáticas y un relativismo extremo, hay una franja intermedia que, desde la reivindicación de una reflexión critica y una discusión racional compartida, se hacen cargo de manera no absolutista del debate en torno al ideario de la justicia en las sociedades contemporáneas. Esas reflexiones formarán parte de la segunda parte de esta reseña, la cual tendrá como eje la emergencia del mundo moderno y el rol del derecho frente a los holocaustos humanos del siglo que ha terminado, principalmente la deshumanización moderna y la violación de los derechos humanos.